El 11 de noviembre de 2020 tendremos el primer encuentro denominado «Diálogos Nicoli» que tendrá como trasfondo «Educar en tiempos de pandemia»

En los Diálogos Nicoli queremos reflexionar con vosotros sobre algunos aspectos fundamentales de nuestra propuesta educativa. Os sugerimos para este primer diálogo el siguiente texto de un poeta y escritor italiano. Expresa muy bien el temor y el temblor que sienten padres y madres al dejar marchar a sus hijos en la puerta de la escuela. Justo en este instante se pone en juego algo decisivo: la confianza en el camino que van a emprender; la posibilidad de que los miremos con esperanza y alegría, aunque no conozcamos todos los detalles del viaje que ahora les toca empezar.

Hoy más que nunca esta mirada y confianza en la escuela es algo absolutamente decisivo. En medio de la crisis sanitaria que estamos viviendo es necesario que preparemos a nuestros hijos y alumnos a afrontar la aventura de la vida en su totalidad, sin miedo, con libertad y responsabilidad. 

 

A ti que te paras a mirarles cuando entran

Ha empezado el colegio. Hay problemas, como siempre. Pero yo te miro a ti, a mí, padres que se paran en la puerta del colegio. Padre o madre. Quieto, de pie, a la luz de la mañana. O sentado en el coche, solo. Todos hablan de ellos que van entrando: cuántos son, cuántas aulas faltan, cuántos profes. Y las reformas educativas. Pero yo te miro a ti. Cuando acompañas a tus hijos y les ves entrar en un mundo que ya no está bajo tu influencia. Van a un lugar dónde otros les hablarán, les dirán qué tienen que hacer y qué pensar. Les ves caminar, pequeños, hacia un lugar que desconocen. Y que no conoces ni siquiera tú. Se alejan de ti. Más claramente. Sí, de acuerdo, la relación con los maestros, los consejos escolares, la relación escuela-familia… Todo lo que se necesita para que la familia se comunique con la escuela. Pero no, no sabes a dónde van.  Hacia dónde empiezan a ir. Te lo puedes imaginar pero es el primer lugar ajeno a ti.  El primer ámbito donde no te entrometes.  Puedes empezar a preguntarles: ¿cómo te ha ido? Como a alguien que vuelve de un sitio que no conoces. Y ese alguien son ellos, tus hijos. Que creías conocer. Y que empiezas a no conocer, para empezar a reconocer. No son tuyos. Como alguien que te ha llegado a los brazos y que se va. Que se va a dónde tiene que ir. Que se vuelve a mirarte para no tener miedo. Se vuelve a ver qué luz tienes en los ojos. Porque ¿qué les puedes dar a ellos ahora? Sí, el pan. Y los vestidos. Y algo para viajar. Pero ellos tienen que irse, y no sabes todo lo que aprenderán. ¡Ni siquiera te acuerdas de las operaciones de aritmética para ayudarles a hacer los deberes! Y te sorprende lo rápido que aprenden a usar el ordenador. Y no sabes lo que sabrán. Qué tendrán el placer de descubrir, de aprender. Y el dolor de descubrir. Y a qué dedicarán su inteligencia, y su corazón. No conseguirás darles muchas instrucciones. Probablemente te dejarán atrás. Pero se volverán siempre para mirarte, también después de muchos años. Para ver si has tenido miedo. Y qué luz tenías en los ojos. Para ver lo que estabas pensando mientras les veías entrar por la mañana en el colegio: ¿van hacia la vida o hacia la traición de la vida? ¿Hacia el gran fraude o hacia la gran aventura? Incluso cuando ya no estés y estés de pie detrás de las nubes o sentado en un automóvil celestial (esperemos), se volverán para mirar si ha tenido miedo quién les ha acompañado hasta la puerta que sólo ellos pueden atravesar. O si era cierto que algo bueno hay detrás del umbral de toda experiencia. 

No hay nada como el drama de la paternidad. Y de la maternidad. Que te deja marchar. Que no te retiene. Estos días todos los periódicos hablarán de ellos, de esos mocosos. Y de los chicos y de los jóvenes. De su  entrada en el colegio, de la mezcla de diferentes razas, de sus rostros simpáticos o llenos de granos, de la seriedad majestuosa o dulcísima de sus seis años o de sus quince años. Del tesoro que se pone en las manos de la escuela. Extraña entrega, y por tanto de la enorme responsabilidad. Y ministros, expertos, estadistas darán sus opiniones. Pero yo lanzo una mirada a los que se quedan en la puerta. A ti, que como yo, les has visto desaparecer detrás de la puerta de cristal. Y te parece extraño conmoverte por tan poco. Y tal vez piensas: no, no es poco. Es todo lo que tengo que hacer. En el fondo esto es educarlos. Que se vayan y que cuando se giren, cuando vuelvan para contárnoslo, encuentren una mirada interesada por la verdad de la vida, y que no tiene miedo. Como la de tu padre. Sin tu padre, de hecho, sin alguien con esa mirada segura, no le habrías traído al mundo. Los hijos, cuando los miras de verdad, te preguntan de quién eres hijo tú, de dónde has sacado esa mirada.

Davide Rondoni