Ayer, día 10 de marzo, vi a mis alumnos por última vez antes del obligado cierre decretado por la Comunidad de Madrid debido a la crisis del coronavirus. Por delante quedaban varias semanas sin clase. Se respiraba un ambiente de extrañeza. “¿Estáis contentos por no venir al colegio durante dos semanas?”. “No”, contestó una. “No solo el colegio; me han cancelado una audición que tenía hoy y que llevaba semanas preparando”. Otra alumna dijo: “voy a echar de menos a los profesores, tenerlos cerca para aprender y preguntarles”. Otros alumnos preguntaban inquietos en los pasillos qué iba a ser de sus prácticas, cuándo las iban a poder terminar. Estaban visiblemente contrariados. Más allá del nerviosismo propio que se genera frente a una situación desconocida, era evidente que el colegio para estos alumnos no es un puro trámite, un peaje. Al contrario, para muchos de ellos ha empezado a ser un lugar decisivo para la construcción de su propia vida. Estamos hechos para implicarnos con las personas y las cosas, para aprender de ellas y con ellas, y las echamos de menos cuando no están.
La escuela, con todos sus límites e imperfecciones, es lugar de relación y trabajo, ocasión para estar delante de otros, de lo que otros comunican y aman, para estar delante de las cosas, conocerlas mejor, entender su significado. Por esta razón, este tiempo de “crisis” nos concede la oportunidad extraordinaria de volver a entender en qué consiste este extraño lugar, hecho de espacio y tiempo: la escuela es un espacio en el que nos resituamos, un tiempo en el que tomamos conciencia de la propia responsabilidad, de la propia vocación. Los alumnos que empiezan a ser conscientes de esto no se alegran al ver colgado el cartel de “cerrado temporalmente”. Respecto de las cosas más importantes en la vida no hay cierre temporal. La batalla sigue abierta. Nos queda a los profesores la gran tarea de seguir proponiendo y educando, con creatividad y desparpajo.
Nacho de los Reyes
Profesor de Religión y Director adjunto del Colegio G. Nicoli